Un cierto acercamiento interpretativo

“El crimen del que realmente yo pretendía escribir era el que yo había cometido con mi pasado.”

(Entrevista con Nuria Azancot para El Cultural)

Decíamos en la entrada anterior que adentrarse en la lectura de El dolor de los demás es adentrarse en un vergel de interrogantes que podrían sintetizarse en dos: ¿qué estamos leyendo? y ¿qué pretende contarnos el escritor? Y señalábamos también la importancia que dicotomía y ambigüedad tienen en la novela. Si entonces abordábamos la obra desde sus aspectos formales, ahora trataremos de centrarnos en el plano del contenido.

A lo largo de la novela, dicotomía y ambigüedad están patentes en tantos aspectos que resulta imposible abordarlos todos aquí. Por eso nos conformaremos con tratar algunos de ellos. Por una parte, dicotomía y ambigüedad no dejan de ser una dicotomía más de las muchas que conforman la novela; por otra, es partiendo de las dicotomías concretas cómo el relato desemboca en la ambigüedad.

Al encarar una autoficción, nos encontramos de entrada ante la dicotomía realidad/ficción, ya que parte de lo que se cuenta sucedió en realidad, pero otra parte no se ajusta a cómo sucedió en la realidad. Por un lado, tenemos hechos que acontecieron (reales), pero no de la forma en que se cuentan (ficticios). Por otro, tenemos, aunque desdoblado, un narrador ficticio que coincide en gran medida con el autor real. Esta dicotomía realidad/ficción nos enfrenta a la ambigüedad de qué estamos leyendo: ¿qué de lo que se cuenta es “real” y qué “inventado”?

Otra dicotomía establecida desde el principio pivota sobre lo que se nos cuenta. En los primeros capítulos sin numerar, lo que parece que el autor pretende contarnos es lo que sucedió una nochebuena de hace veinte años en que su mejor amigo mató a su hermana y luego se suicidó, lo que genera expectativas de relato negro y de suspense. El narrador, como testigo, nos contará lo que pasó y cómo pasó, convirtiéndose Nicolás y Rosi, verdugo y víctima de aquellos trágicos sucesos, en los auténticos protagonistas de la historia. Sin embargo, a partir de los capítulos numerados, sospechamos que no será ésa la historia que nos terminará contando, sino más bien la indagación personal que emprende para descubrir cómo aquellos hechos influyeron en su vida. Desde este punto de vista, las expectativas del lector viran hacia el conocimiento de la biografía del autor, que deja de ser testigo del relato para convertirse en el verdadero protagonista del mismo. La mezcla de expectativas (podríamos decir también de “géneros” literarios) nos lleva de nuevo a la ambigüedad, en esta ocasión en torno a qué pretende contarnos el escritor.

Una dicotomía más se establece entre los tiempos de la narración, remarcada estructuralmente con el uso de diferentes tipos de capítulos, voces y tiempos verbales. Al principio, en los capítulos sin numerar, la separación pasado/presente es total en favor del pasado, pero a medida que avanza el relato, esa dicotomía temporal se diluye al punto que, hacia el final, y como si se cerrase un círculo, en esos capítulos del pasado en segunda persona se refieren, a modo de vaticinios, hechos que por los capítulos numerados sabemos se han hecho realidad: “Escribirás una novela… Le contarás el crimen… a un escritor… Te dirá que ahí está la historia que buscas. Comenzarás a escribirla y retornarás al pasado. Veinte años después…”. La dicotomía temporal se disuelve también en esa ambigüedad que atraviesa la obra.

Hemos hablado de dicotomías, por así decir, de carácter genérico. Centrémonos ahora en dicotomías concretas a partir del análisis de la figura del autor/narrador.

Tras veinte años de unos sucesos que marcaron su vida, el autor intenta reconstruirlos para averiguar “por qué” y “cómo” pasó lo que pasó, y considera que la mejor forma de intentarlo es escribiendo una novela para la que tendrá que documentarse. A medida que el proyecto avanza, cambia el foco de la historia: de “por qué” pasó y “cómo” pasó a “cómo le afectó” personalmente lo que pasó, lo que comportará una transformación de su presente, pero también de la visión que tenía de su pasado. Al final, y mediante el uso de recursos metaliterarios que nos permiten asistir “en directo” a la gestación de la novela, comprobamos, junto al autor, que lo escrito (novela) dista bastante del proyecto y la intención iniciales.

Esta breve y sencilla sinopsis se complica a medida que consideramos otros aspectos que una vez más nos conducirán a la ambigüedad de la novela. Al principio, el autor quiere escribir una novela, pero no tiene claro sobre qué escribirla hasta que el escritor Sergio del Molino le convence de que esos sucesos que ocurrieron en el pasado pueden dar pie a la escritura de la misma. A partir de ahí el autor comienza tanto la investigación como la escritura de la novela. ¿Es entonces la escritura de la novela la que lleva a la historia o es la historia la que lleva a la escritura de la novela?

Al principio el autor se centra en tratar de descubrir y comprender “por qué” y “cómo” su mejor amigo mató a su hermana, y a partir de ahí comienza, por un lado, una investigación y una rememoración del pasado, volviendo a los escenarios y personajes de su infancia, y por otro, una recreación de lo que sintió los días en que acontecieron los hechos. Sin embargo, a medida que avanza en la recreación, rememoración, investigación y escritura de la novela se da cuenta que lo que le guía no es tanto conocer las causas y los pormenores de aquellos sucesos como averiguar “cómo éstos influyeron” en su visión del pasado y, por tanto, en su presente.

Al principio, aquellos trágicos sucesos se alzan como un muro que partió su vida en dos. Una vida anterior a los mismos sepultada en el olvido y una posterior alejada de todo aquello que conformó su vida antes de los sucesos: la familia, la huerta, la infancia, la cultura popular,… Al principio, el autor se nos presenta como un urbanita, distanciado del pasado y de su familia, escritor, profesor universitario y crítico de arte, es decir, un intelectual. Así nos encontramos con las dicotomías concretas que planean por la novela: campo/ciudad, familia/individuo, infancia/madurez, cultura popular/intelectualidad. Esas dicotomías comienzan a quebrarse desde el mismo momento en que decide escribir la novela. Si al principio volver al pasado parece sólo una excusa para obtener material con el que escribir una novela, pronto ese pasado reclama sus derechos en la biografía del autor y comienza a socavar tanto el muro como la losa con los que hasta ese momento el autor ha tratado de protegerse de él sepultándolo en el olvido. Esas dicotomías comienzan a resquebrajarse y a disolverse en la ambigüedad.

La novela nos permite ser espectadores de ese proceso. Por un lado, descubrimos la “infancia” del narrador, una infancia dentro de los parámetros de la normalidad, con sus alegrías y sus penas, hasta que los trágicos sucesos la clausuran tiñéndola con una pátina de dolor y de incomprensión y el autor decide sepultarla en el olvido. Por otro, descubrimos la evolución del autor, desde el no querer saber nada de su pasado, hasta tratar de asumirlo por completo, así como la evolución de su consideración respecto a los otros protagonistas de la historia: Rosi y Nicolás.

Con la recreación del pasado en los capítulos sin numerar nos encontramos con un adolescente que debido a su juventud es incapaz de comprender el verdadero alcance de lo sucedido: que su mejor amigo haya matado a su hermana y luego se haya suicidado. A ojos de la sociedad (la huerta), Rosi se convierte en la víctima de Nicolás, considerado no sólo un asesino, sino un monstruo por su filiación con la chica. Sólo para Rosario, la madre de ambos, como veremos, y para el autor, las cosas no son así. Encerrado en su universo particular, que no concibe más dolor que el propio (lo que a él le afecta directamente de esos sucesos), provocado por la pérdida de su mejor amigo, el autor se culpabiliza y se arroga el papel de monstruo porque, a los ojos de la sociedad, ¿cómo se puede querer a un asesino? Ese sentimiento de culpabilidad será el detonante para escapar del pasado camino del desarraigo geográfico y sentimental.

Sin embargo, a medida que rememora ese pasado anterior a las muertes y avanza en sus investigaciones, el narrador, ya adulto, repara en una serie de detalles en los que no reparó cuando sucedieron. Asistimos así a la evolución de los otros dos protagonistas de la historia: Rosi y Nicolás, curiosos personajes que no son más que recreaciones del autor, pues si cambian a lo largo del relato no es por ellos mismos, sino por el autor, que los transforma a medida que reactualiza el pasado por medio de la escritura.

Al principio, el narrador sólo tiene presente a Nicolás en su condición de amigo, no como un ser con vida propia más allá de esa relación de amistad, ni siquiera como el asesino de Rosi (que en ese momento es como si no existiese para el narrador). Sin embargo, en sus rememoraciones de la infancia cae en la cuenta de que la imagen que entonces tenía de Nicolás era una imagen parcial, porque había muchas cosas que desconocía de su amigo. Repara entonces en esa “zona oscura” de Nicolás de la que no fue consciente en el pasado y, a medida que se le oscurece la figura de Nicolás, como si la luz cambiase de dirección, empieza a iluminarse la figura de Rosi. Quien para el narrador en su infancia no era más que “la hermana de”, comienza a tomar entidad hasta reclamar su condición de ser humano, una vida propia cruelmente cercenada por quien fuera su mejor amigo. A partir de ahí, a través de la investigación y de la escritura, el autor trata de saldar esa deuda con su pasado a la vez que se trastocan sus sentimientos: al arrebatar a Nicolás la coraza de la amistad infantil para verlo desnudo como el asesino de Rosi, deja de considerarse culpable (ser el mejor amigo del “monstruo” no le convertía a él en un monstruo) y comienza a empatizar con el dolor de Rosi, que deja de ser la “hermana de”, para adquirir entidad propia.

La evolución del narrador, incluso de Nicolás y Rosi, no se detiene ahí. Hacia el final se produce otra vuelta de tuerca en la que juega un papel importante Rosario, la madre de los muertos. Ella fue la única que jamás admitió la condición de asesino de su hijo, siempre lo consideró una víctima, como a su hija. Al principio el autor nos lo presenta como un desvarío de madre que no pudiendo aceptar que su hijo hiciese lo que hizo, prefiere engañarse para poder vivir con ello. Es lo que la sociedad piensa y lo que piensa el propio autor hasta que en el cementerio, ante las tumbas de Rosi, Nicolás y Rosario, intuye que ésta quizá no desvariaba tanto como pensó, que quizás tenía sus “razones”, menos comprensibles pero probablemente más profundas que las de la sociedad. Nicolás asesinó a su hermana, pero también se asesinó a sí mismo, lo que le convirtió en verdugo, pero también en víctima, en víctima de esa misma zona oscura que asesinó a Rosi y que el narrador no supo ver en la infancia, pero que ahora sabe que existe; una zona oscura que no era privativa de Nicolás, sino que nos alcanza a todos, que todos llevamos dentro y en la que habita un monstruo agazapado. Al contrario de Rosario, para el narrador, el monstruo no está fuera, sino dentro, en esa zona oscura con la que todos cargamos y de la que no podemos estar seguros cuándo, según las circunstancias, puede dejar escapar al monstruo que cobija. Esa zona oscura nos equipara como seres humanos, porque al contrario también de lo que la sociedad cree, para el narrador no existe la dicotomía monstruo/no monstruo, sino la ambigüedad de que cada uno de nosotros participa de ambas condiciones.

Lo que en el fondo de la novela subyace es el paso de la infancia, en cuanto etapa en que el universo gira entorno a uno, a la madurez, cuando uno se da cuenta que no es dueño ni centro del universo, sino uno más de quienes lo habitan, y que empatizar con el dolor de los demás es un peldaño hacia la equiparación total de la especie humana que culmina con la muerte, que a todos iguala.

El título hace alusión al ensayo de Susan Sontag Ante el dolor de los demás, que trata de la cada vez mayor incapacidad del individuo para conmoverse ante el dolor ajeno, como si nuestra sociedad hubiese optado por el egotismo que caracteriza la infancia, en vez de por la solidaria empatía con los demás. El narrador se alza entonces como ejemplo de lo contrario. Del dolor propio, el que sintió en la infancia ante la pérdida de su mejor amigo (es decir, la pérdida de la amistad, única faceta de Nicolás que le atañía) al dolor de los demás, el que no nos atañe como protagonistas sino como testigos, simbolizado en la restitución de la memoria de Rosi como persona, no como “hermana de” (o de la madre del narrador, no en su condición de progenitora sino de persona que terminó sumida en una depresión ante la incomprensión de los demás).

El autor se vale de fotografías no sólo para construir sino también para reforzar su relato, y en el uso que hace de las mismas encontramos una dicotomía más entre aquellas que nos muestra físicamente y aquellas que sólo describe escamoteándonos su imagen. Destacan algunas porque configuran clímax del relato, epifanías que deslumbran al narrador y le hacen evolucionar.

En primer lugar, la fotografía que aparece en la portada. A ella hace alusión el narrador en un momento en que la novela que pretende escribir parece abocada al fracaso ya que se le ha negado el expediente judicial con el que poder resolver la intriga generada desde el principio. Es en ese momento cuando la trama da un giro total, cuando el narrador descubre que lo que realmente le interesa no es satisfacer la curiosidad de saber cómo pasó y de si los rumores sexuales acerca de los hermanos fueron reales o no. Es en ese momento cuando Rosi deja de ser “hermana de” para alzarse como un ser humano con entidad propia. A partir de ahí, la novela cambia de derroteros. Comienza a importar menos la intriga y a importar más la restitución del pasado. Se produce un viraje en el autor que deja de preocuparse por sí mismo (en cuanto a satisfacer su curiosidad y su morbo) para preocuparse por los demás (ejemplificado en el caso de Rosi). De ahí que esa fotografía le suponga al autor una mayor conmoción que la que le supone el verse en la imagen extraída de la entrevista de la televisión, en la que aparece únicamente él, mientras que en la otra, además de Rosi, aparecen otros personajes importantes de la historia (su padre, su madre, su prima Loles). “Es una foto esencial para la novela. En cierto modo, es la clave para el cambio de sentido que toman los acontecimientos cuando todo parecía perdido”, nos explica el autor en Aquí y ahora, el diario de escritura que compaginó con la escritura de la novela (y por el que nos enteramos además que en principio esa fotografía no iba a aparecer físicamente en la obra, que fue una decisión tomada a posteriori, como lo fue el título de la novela, que no eligió hasta estar ésta casi concluida).

La segunda epifanía se produce hacia el final de la historia, y lo hace también en torno a unas fotografías que, esta vez, no se insertan físicamente en el texto: las que ornan las tumbas de Rosi, Nicolás y Rosario. Ante ellas se produce una especie de comunión por parte del narrador ante la imposibilidad de distinguir entre Rosi y Nicolás, entre víctima y verdugo, como si la muerte los hubiese equiparado (un indicio de ello nos lo ha adelantado el autor con la imposibilidad de identificar los ataúdes en el entierro). Se da entonces una cierta identificación con Rosario, que siempre consideró víctimas a sus dos hijos. Si con anterioridad, y por influjo de la sociedad, Rosario aparecía como “loca” por negarse a aceptar lo que realmente sucedió, ahora al narrador se le aparece como una especie de vidente, alguien capaz de profundizar más allá de lo comprensible. El narrador no comparte con ella la desfiguración de los hechos, pero sí la conclusión de que a la postre su amigo fue también una víctima, aunque no de alguien exterior a él, sino del “otro”, de ese monstruo que habita en la zona oscura de cada uno de nosotros y que nunca podemos estar seguros si lograremos mantener a raya durante toda nuestra vida. Tras la anterior “defenestración” de Nicolás por parte del autor, se produce una restitución de su recuerdo.

En ninguna fotografía aparece Nicolás. Rosi sólo en la fotografía de la portada. Que aparezca como figura silueteada nos lo explica el autor en el mencionado diario de escritura: “No querías mostrar el rostro de la víctima. El morbo la victimizaría de nuevo, y la curiosidad malsana volvería a asesinarla. A matar su dignidad […] El rostro, la figura entera debe ser tachada. De ese modo, además, la imagen funciona como enigma.”, lo que apunta a otra de las cuestiones fundamentales que aborda la novela: los límites del escritor para vampirizar las vidas de los demás.

El que aparece varias veces es el autor: en la portada (niño aún en “el paraíso” de la infancia); en el fotograma de la TV (“momento infernal” que supuso una ruptura biográfica, un trauma que lo llevó a sepultar su pasado en el olvido); y en el paratexto, en la actualidad, una vez atravesado “el purgatorio”, una vez levantada la losa y derribado el muro para saldar cuentas con su pasado, una vez disueltas las dicotomías, sobre todo la de pasado/presente, y una vez que se ha reconciliado consigo mismo aceptando que lo que “uno es” está irremediablemente unido a lo que “uno fue”, y que no aceptarlo es una traición, un crimen que tarde o temprano exigirá, lo queramos o no, una restitución. Esa restitución siempre resultará ambigua, porque independientemente del relato (ficción) con que la fabriquemos para dar un sentido a nuestra vida, siempre existirá esa zona oscura (realidad) que nunca alcanzaremos a comprender cómo nos conforma y condiciona.