París era una fiesta

Alí protagoniza ”La Argelia de nuestros abuelos”, su hijo Hamid “La fría Francia”….y su nieta Naïma “París era una fiesta”. “¿A qué edad tiene uno derecho a Argelia?” se preguntaba Naïma cuando, de pequeña, su padre, Hamid, les daba a entender que un día verían el país del que procedían. Naïma es la única mujer de entre los protagonistas principales del libro a la que se pone en el mismo plano de igualdad de acción y de decisión que el de los hombres y es, alrededor de la necesidad vital de Naïma de visitar Argelia, como se arma la tercera parte de “El arte de perder”. La tercera generación de una familia que sólo ha conocido la vida de sus abuelos paternos, y por tanto su propia historia, a través de los silencios y los miedos, siente la necesidad de visitar Argelia en la tercera parte de un libro titulado “El arte de perder”.

En la primera parte del libro, la primera generación, defendía el argumento de que Argelia se acabó para siempre: “- Argelia hay que olvidarla”. La segunda generación, y en la segunda parte del libro, abogaba por sobrevivir y buscar una vida propia: “No quieren saber nada del mundo de sus padres”; “no quieren sobrevivir, quieren una vida plena”. La tercera generación, la de Naïma, la primera generación en varias de su familia que no ha oído el grito que lanza un ser humano cuando muere de forma violenta, quiere adivinar el origen de su enfado existencial descubriendo sus orígenes:

“-He berdido mi raíces- responde Naïma imitando el acento de su abuela” en una conversación con su compañera de piso sobre el origen de su rabia interna.

“- ¿Qué pierdes yendo a echar un vistazo?” Le dice esta misma compañera y la respuesta de Naïma resume todo el arte de perder de su familia: “Perdería la ausencia de Argelia, quizá, una ausencia a cuyo alrededor se ha construido su familia desde 1962. Tendría que sustituir un país perdido por un país real; es un cambio que le parece enorme”. Ese es el verdadero pánico de la visita a Argelia, el llegar al pueblo de sus abuelos que ha permanecido fosilizado en el imaginario familiar. Devolver a la vida un sitio dolorosamente olvidado.  ¿Mereció la pena? La respuesta vaga e imprecisa que se da así misma condensa la evolución emocional de esas preguntas y dudas que pensaba eran tan importantes: “Y sin decirlo en voz alta, añade interiormente: Probablemente no regrese nunca”.

“Nadie te ha transmitido Argelia. ¿Qué creías que un país se lleva en la sangre? ¿Qué llevabas un cabileño escondido en algún lugar de tus cromosomas y que se despertaría cuando pisaras suelo argelino?” Porque NaÏma no tiene respuesta cuando, antes de tomar el barco de regreso a Francia después de su visita, le preguntan: “Has encontrado lo que viniste a buscar?”.

La tercera parte termina como empezó porque a NaÏma el viaje a Argelia la ha tranquilizado y ha obtenido algunas respuestas a sus preguntas, pero al igual que ha tenido que hacer su familia desde 1962, ella no podrá parar, tendrá que seguir avanzando , ese viaje y ese encuentro no era un fin en sí mismo. Como termina el libro “Naïma no ha llegado a ninguna parte: está en marcha, sigue avanzando todavía”.

Segunda parte. La fría Francia

Una vez en Francia, el intento de aparentar por parte de Alí ante su familia que es un hombre fuerte, cuando en realidad ya no está al cargo de nada, ni siquiera de los insignificantes detalles de la vida cotidiana, es lo que marcará la figura de Hamid, el primogénito de Alí y padre de Naïma, a lo largo de la segunda parte de “El arte de perder”.

Hamid pasa de decepción en decepción en relación, sobre todo a su padre y su nuevo destino, Francia. Desde su llegada al campo de acogida de Rivesaltes, en las cercanías de Perpiñán (de infausto recuerdo para los 15.000 republicanos españoles que llegó a albergar desde 1939, tras el final de la Guerra Civil Española), hasta su paso por el Logis d´Anne, aislados del mundo salvo para la oficina de empleo y su definitivo asentamiento en Flers, Normandía, donde el gris encapotado del cielo permite verlo todo, hasta darse cuenta de que el nuevo barrio es triste a más no poder, la evolución emocional de Hamid es la lógica que se podría esperar en estas circunstancias: aquí los pobres son ellos,  muy lejos de la vida de campesinos enriquecidos que llevaban sus padres en la montaña, y por lo tanto objeto de discriminaciones y prohibiciones arbitrarias. Sin embargo, conservará una prohibición que le servirá a lo largo de toda su vida: la prohibición de ser mediocre como clave de emancipación personal y profesional.

“-¿Quiere decir que lo que puede hacer un árabe está al alcance de cualquier francés? ¿Qué si yo, con mi cerebro subdesarrollado de africano, soy capaz de hacerlo, seguro que un blanco pude hacerlo aún mejor? ¿Es eso?” le responde a su profesor cuando utiliza a Hamid como indirecta ante la falta de aplicación de un compañero de clase.

Ya se lo había dicho su padre: “-Vas a tener que trabajar más que nadie. Los franceses no te regalarán nada. Tienes que ser el mejor en todo ¿me oyes? El mejor”.

Hamid es testigo, nada más llegar a Francia, de la humillación sufrida por sus padres cuando, reconociendo que no sabían escribir, tuvieron que estampar sus huellas dactilares en los papeles para poder conservar la nacionalidad francesa. Más adelante, Hamid vuelve a avergonzarse de que nadie necesite los brazos de su padre, y se siente humillado al descubrir la “versión relajada de Alí” cuando, acompañándolo al trabajo, descubre que su padre llama “hermano” o “tío” a los árabes, y “señor” a los franceses.

Años más tarde, al plantearle Clarisse, su compañera y después madre de sus hijas, la ruptura de la relación que mantenían si se empeñaba en “vivir totalmente solo” en relación a su pasado, desconocido hasta ese instante por ella, Hamid se sincera sobre esos días y temblando le resume su vida afirmando que: “Llegamos a Francia cuando yo aún era un crío. Estábamos en un campo, rodeados de alambradas de espino, como animales peligrosos. Ya no sé cuánto tiempo estuvimos allí. Era el reino del barro, pero mis padres dijeron “gracias”. Entonces nos mandaron a un sitio en medio del bosque, en mitad de la nada, muy cerca del sol. Allí es donde había orugas. Mis padres volvieron a decir “gracias”. A continuación, nos enviaron a una zona de viviendas de protección oficial en la Baja Normandía, en una ciudad donde no creo que hubieran visto un árabe hasta que llegamos nosotros. Mis padres dijeron “gracias”. Y ahí siguen. Mi padre apencaba, mi madre tenía hijos. Yo podría decirte, como todos los chicos del barrio, que los quiero y los respeto porque nos lo han dado todo, pero creo que no sería honesto: odiaba que me lo dieran todo y hubieran dejado de vivir. Sentía que me ahogaba, que me volvía loco. Mis últimos años allí los pasé soñando con irme, y ahora que me he ido no consigo evitar sentirme culpable”.

Rencor y aislamiento hacia sus padres. ”No quieren saber nada del mundo de sus padres, un mundo minúsculo que va del piso a la fábrica, del piso a los comercios; un mundo que se abre ligeramente en verano, cuando visitan al tío Messaoud en Provenza, y vuelve a cerrar se tras un mes al sol; un mundo que no existe (porque esa Argelia ya no existe o nunca existió) recreado en los márgenes de Francia. No quieren sobrevivir: quieren una vida plena. Y, sobre todo, no quieren tener que seguir dando las gracias por las migajas recibidas”.

Alí no lo tuvo fácil en Argelia, Hamid no lo tuvo fácil en Francia. Una trayectoria espejo en la que salen perdiendo ambos. El arte de perder en la familia de Alí se practica sin descanso.

“La Argelia de nuestros abuelos”

Si Alice Zeniter titula la primera parte de “El arte de perder” como “La Argelia de nuestros abuelos” es porque ella, al igual que los personajes del libro, se enfrenta a un trauma familiar transgeneracional no resuelto y que llega en estos momentos hasta una tercera generación “desmemoriada”, necesitada de comprender y reconciliarse con sus orígenes.

Esa “desmemoria” forzada es una tragedia para el concepto familiar de la Cabilia. En la página 27 Alice Zeniter define así el concepto de familia: “Pese al resquemor y a las disensiones, la familia funciona como un grupo unido que no tiene más objetivo que perdurar. No persigue la felicidad, sólo mantener un ritmo común, y lo consigue. Se lo marcan las estaciones, la gestación de las mujeres y los animales, las cosechas, las fiestas de la aldea. El grupo habita un tiempo cíclico que se repite sin cesar y sus distintos miembros recorren juntos los bucles del tiempo. Son como las prendas que se meten en la lavadora y acaban formando una sola masa de ropa que da vueltas y vueltas en el tambor”.

Desde el momento en que, por elementos ajenos a la familia, en este caso el proceso de independencia de Argelia, no consiguen mantener ese ritmo común, la familia se descompone. Y esa descomposición es la desgracia de Alí, el patriarca, que sobrevuela sobre toda la familia generación tras generación. Llegó un momento decisivo en el que no supo elegir bando. Cuando Alí, una vez consumada la independencia, y temiendo por su vida, desesperado se dirige al cuartel de la gendarmería en busca de protección, el sargento al cargo le espeta:

 “ – Mira Chico- le dice haciendo un último esfuerzo-: haber elegido el bando correcto”

– Y tú, escogiste el equivocado?

– No, pero yo soy francés.

-Yo también”.

Alí escogió en un momento dado por toda la familia y esa fue una condena grupal. “Elegir bando no es cosa de un momento, ni el resultado de una decisión única o concreta. Por otra parte, puede que uno no elija nunca, o mucho menos lo que querría. Elegir bando implica muchas cosas pequeñas, muchos detalles. Uno cree que no está tomando partido y, sin embargo, es lo que acaba pasando”. Alí eligió que unos asesinos a los que odiaba lo protegieran de otros asesinos a los que también odiaba. En su situación perdería siempre.

Y  junto a la desmembración familiar….la ruina económica porque los dos procesos están íntimamente ligados. Se gustaba tanto en su actual situación en la que había logrado la prosperidad de lo que antes era una casa pobre que, a lo único que aspiraba era a que siguiera siendo así eternamente. “Por el momento, lo que Ali quiere es conservar lo que ha logrado: el futuro sólo le interesa como forma de prolongación del presente”. El presente no lo entendió y en el futuro jamás pensó. Una de sus máximas le define:  “– Si tienes dinero que se vea” y, sin embargo, mostrar que eran ricos provocó que lo fueran menos. Ni a Alí, ni a sus hermanos se les ocurrió apartar un poco de dinero para hacerlo “rendir” o para las generaciones futuras, ni siquiera para los reveses de la fortuna: el dinero se gasta en cuanto se tiene. Eligió mal el bando, no previó el futuro, llevó a hombros su mundo, su familia y su hacienda, y todo se derrumbó.

Alí seguía en su mundo pero el mundo que rodeaba a Alí ya no era el mismo. Alice Zeniter, señala de una manera simbólica ese fracaso cuando describe la visita de Alí a una ya inestable Argel con el objetivo de adquirir un piso que le encumbrase socialmente: “En septiembre de 1956, Ali viaja a Argel por negocios. Busca un piso en venta. Oficialmente, quiere dar el último paso que lo separa del éxito y tener una vida en la ciudad más grande del país. Entre los campesinos la buena fortuna se mide (paradójicamente)j por la distancia que se puede poner entre uno y la tierra. Hacer que la trabajen primero peones y luego máquinas, es decir, no volver a encorvarse sobre ella; más tarde no tener que comprobar uno mismo que el trabajo se hace bien, no tener necesidad de acercarse más al campo, y, por último, confiarle a terceros incluso la venta de los productos: no tener que hacer nada, poder estar en cualquier parte o en ninguna”. Nunca se comprará el piso y la huida, salvación en un primero momento,  hacia Francia sería definitiva.

“El arte de perder se aprende de niño, o te lo enseñan, igual que el arte de ganar” escribía Elvira Lindo en una columna de opinión de ayer domingo 9 de mayo en el periódico “El País”. Alí no estuvo atento cuando explicaron esa lección.

El arte de perder. Alice Zeniter

“El arte de perder” es el sugerente título del libro de Alice Zeniter (Clamart, Francia 1986) que, desde su origen de ascendencia argelina, plantea una pregunta fundamental en la Francia contemporánea inmersa en una crisis de identidad en relación a sus propios conciudadanos «¿Se puede vivir sin ningún vínculo con el país de origen de tu familia y su historia?». Una pregunta trampa ya que la historia reciente de Francia y de Argelia no se puede desligar del proceso de independencia argelino y sus implicaciones emocionales, políticas, económicas, familiares y sociales que todavía arrastran una parte de las dos sociedades. “El arte de perder” plantea constantemente la búsqueda de la identidad perdida de una manera tan elegante y empática que conmueve al lector.

“El arte de perder” está divido en tres partes protagonizada cada una de ellas por un miembro de la familia de Alí, abuelo y patriarca del clan descrito en el libro, y abarca temporalmente desde la década de 1930 hasta la actualidad.  Los sitios son las personas, y la evolución y madurez de los personajes son los que van marcando sus relaciones con los lugares en los que les toca vivir en cada momento.

Los títulos de las tres partes de “El arte de perder” son toda una declaración de intenciones sobre el contenido de los mismos. La primera parte, La Argelia de nuestros abuelos, se centra en la experiencia vital del patriarca Alí; la segunda parte, La fría Francia, toma como referencia a Hamid, el hijo mayor de Alí; y la tercera, París era una fiesta, el punto central es Naïma, hija de Hamid y por lo tanto nieta de Alí.

¿Se trata de un libro tan centrado en las problemáticas identitarias francoargelinas que no es fácilmente trasladable a otras realidades? En absoluto. Las personas sin historia pueden ser cualquiera de nosotros, nadie está libre de esa desgracia, y esa búsqueda empática de identidad es lo que hace tan atractivo al libro. Conmueve también porque su lectura nos recuerda las historias de los actuales campos de refugiados a los que Alice Zeniter define en alguna entrevista como lugares para personas sin historia «porque ninguno de los países que podría ofrecérsela está dispuesta a recibirlas».

En el caso que nos ocupa, esa tragedia de la falta de país que quiera ofrecer una historia tanto a sus propios hijos como a sus descendientes, viene marcada por una definición grupal: los “harkis”. Los “harkis” serían los argelinos partidarios del mantenimiento de la presencia francesa durante el conflicto armado de la independencia argelina. También sirve esta palabra para designar a la comunidad instalada en Francia en 1962 y que desciende de los harkis repatriados. Estos descendientes, entre los que se encuentra la propia autora de “El arte de perder”, han sufrido durante décadas el estigma de colaborar con Francia en la guerra de la independencia, una huella que no se borra con el tiempo y que se hereda de generación en generación.

“El arte de perder” es un libro magnífico que merece la pena leerse con atención. ¿Nos acompañas?