El ciclo de cuentos de El niño que comía lana

En El niño que comía lana los cuentos viven unos en otros, los personajes entran y salen de unos a otros y las situaciones se interrelacionan. No estamos ante una novela, pero tampoco son cuentos estancos.
Manuela emigra a Cuba en un cuento, recoge las amígdalas de Pepín en otro y en un tercer relato recibe la visita de la niña del palomar y cuenta a su hijo cómo llegó al mundo. Y Manuela no es la única. Algunos críticos han visto en estas narraciones interconectadas un nuevo género literario: el ciclo de cuentos. A caballo entre la novela y el relato, los cuentos mantienen su independencia, pero cobran un nuevo sentido cuando el lector descubre las conexiones entre ellos. Es él quien completa la tarea del autor, descubre y reúne las piezas, descubriendo un nuevo todo. Buscad esas relaciones en todo el libro y cread una nueva historia.

El último cuento del libro, El cajón en el que habita mi madre, deja muy clara esta intención. La autora traza su propio hilo entre historias, uno más, y nos sigue revelando detalles para completar nuestro relato, guardando alguna sorpresa final.
Aquí os lo dejamos. Leedlo despacio, oled la lavanda, escuchad la naturaleza, la voz de los que ya no tienen voz, seguid el hilo en busca del sol.

El primer cajón de la cómoda, en el que habita mi madre, tiene un agujerito que conecta con el cajón de la ropa interior de mi tía, olorosa a lavanda, que está justo debajo y que es donde, envuelto entre la ropa interior, guarda el revólver con el que la mató, que conecta con el de las medicinas de mi padre, que desde entonces tiene que tomarse, porque «nunca debimos hacer aquello, no», que conecta con el suelo de roca de la casa, que conecta con el cedro, que conecta con sus raíces retorcidas con aspecto de lombrices y con el esqueleto de un escarabajo seco, que conectan con la tumba de los niños que aún viven en el corazón, que conecta con pasajes subterráneos hechos de ramitas y de recuerdos, que conecta con  esa oscuridad que todos llevamos dentro y que nos impide respirar.
Ahí, en las entrañas frías de la muerte, habita mi madre. A veces lanza delicadas raíces, serpentea por debajo de la tierra, penetra la tierra dura y se abre camino despacio. Hacia el sol.

El niño que comía lana. Desde un hoyo profundo y vertical

Fot.: Meigas. Talo Urcera

Cristina Sánchez-Andrade se propone mostrar en todas sus obras la vulnerabilidad del ser humano, sus miedos, remordimientos, dudas y contradicciones. Desnudar esa faceta de nosotros mismos provoca un efecto perturbador que percibimos como lectores y como posibles protagonistas. Sin embargo, la autora consigue hacerlo de manera cruda y eficaz recurriendo al humor. Un humor a veces sutil, otras brutal y muchas veces lleno de una extraña belleza que nos complace, nos conmueve y nos inquieta por igual.

En la entrada anterior os proponíamos una lectura de estos relatos a través de los objetos y los sentidos. En este nos queremos fijar en esos personajes y situaciones  aparentemente extraños, mágicos o sobrenaturales que aparecen y conectan los cuentos y que entroncan con la tradición del folclore gallego.

Hay quien relaciona las historias de este libro con el realismo mágico. En Cien años de soledad Rebeca come la cal de los paredes y Úrsula guarda los huesos de sus padres en una bolsita; en El niño que comía lana Manuela Das Fontes se lleva a Cuba las amígdalas de Pepín, Faustina amamanta a los supervivientes de un naufragio, la niña del palomar se aparece a Manuela, Faustina se entierra en un hoyo y confiesa su pasado, Manu sacia su vacío comiendo lana cuando desaparece su cordero y transforma su amor en una bola de lana envuelta en líquido amarillo y viscoso y, muchos años después, cuando Lolita M. Parker, su amor ultramarino tanto tiempo deseado no resulta ser lo que esperaba, vuelve a hacerlo con su manta rosa con gusto áspero a infancia.

Os invitamos a leer los cuentos en esta clave, teniendo presente que la autora señala que  sin Faulkner y las autoras del llamado  grupo del gótico sureño norteamericano: Flannery O’Connor, Carson McCullers, Eudora Welty  Katherine Anne Porter, no se entendería el realismo mágico. Estos autores utilizan elementos «mágicos» que no son nunca aleatorios o meramente estéticos, sino que parten directamente de la psique de los personajes.

En Enterrada, Faustina  arrastra una pala hasta el bosque, cava un hoyo, se desnuda, se entierra hasta las axilas y espera. ¿Está loca? ¿Es una fantasía de la autora, un guiño a ese realismo mágico? No, Faustina necesita ese hoyo para hablar y ser escuchada y en él su vacío y su soledad encuentran, por fin, voz: “Yo solo quería tener a un hombre que me entendiera, alguien con quien reír, con quien tomar una Fanta por las tardes. Estaba muy sola… Yo solo quería a alguien con quien ir al cine y merendar en las tardes de lluvia. Alguien que me dijera qué guapa estás hoy. Alguien que me escuchara”.  

Escuchad bien atentos todo lo que los personajes de El niño que come lana tienen que decirnos y tened una pala a mano, por si acaso.

 

 

 

 

El niño que comía lana. El olor de la miseria y el sonido del hambre

Fotografía de Virxilio Vieitez

Galicia es el escenario de los cuentos de Cristina Sánchez-Andrade, sobre todo la Galicia rural, pero incluso cuando los personajes no están allí o no sabemos exactamente dónde están, Galicia sigue estando presente. Su huella es tan fuerte que no desaparece nunca. No es en vano que la autora dedique el libro así:
«Para Galicia y los gallegos que «se acomodan en todos los climas, pero no dejan de soñar con la pequeña patria lejana, verdes campos bajo la lluvia».

Los cuentos transcurren en tiempos pasados y difíciles, tiempos de un hambre que no duerme nunca, tiempos de emigración, injusticia, guerra o posguerra. Aparecen maquis, hombres escondidos detrás de los tabiques, curas, marqueses, guardias civiles, delatores, personas que luchan por sobrevivir a toda costa y a cualquier precio. Otros relatos tienen un tiempo más actual, podrían ser de hoy mismo; en ellos la miseria material deja paso a otras miserias, las que siempre acompañan al ser humano, sin importar su origen o condición, «esa oscuridad que todos llevamos dentro y que nos impide respirar».

Una lectura para los sentidos

“Las diez de la mañana y ya olía a aceras fregadas y a sopa de fideos”

Así comienza Manuela das Fontes, el primer cuento de El niño que comía lana.
Los pobres abundan en estos relatos: hombres y mujeres que emigran para enviar dinero a casa, niños que se tienen que ganar la vida con la muerte ajena, madres que pierden o sacrifican a sus hijos, novias abandonadas que guardan el traje de novia lleno de barro. La miseria de los pobres huele a mierda de animal, a orines, a lana húmeda, a agua de fregar; los ricos huelen a jabón, pero sus miserias interiores también huelen a descomposición.

Os proponemos hacer una lectura de estos relatos a través de los sentidos: de los sonidos: «dolor y ruido son una misma cosa» y sobre todo de los olores, porque estos relatos nos evocan ambientes y situaciones y nos provocan emociones, pero van un poco más allá y consiguen llevarnos al terreno de lo físico; los objetos concentran vida (los dientes de los niños, las amígdalas de Pepín, la tierra de la huerta, la bola de lana, una olla, la comida escondida en el armario, el trapito bordado), las historias se hacen materia y esa materia nos llega especialmente a través del olfato, de los olores que emana la vida de los pobres y también del olor que desprenden las flaquezas y desgracias de los personajes, que, por humanas, son las nuestras.

Manuela das Fontes llegó a La Habana, destino final de su viaje para trabajar allí como ama de cría. Allí no colgaba el dinero de los árboles, ni había collares de perlas en vez de peras y manzanas, ni las mujeres andaban en cueros por las calles, «Pero al menos olía bien. Olía a mar y no a aceras fregadas ni a sopa de fideos”.

Otras lecturas

Ardalén. Miguelanxo Prado. Norma, 2012
Emigrantes. Shaun Tan. Barbara Fiore, 2006

El niño que comía lana, de Cristina Sánchez-Andrade

El cuento se abre paso este mes en el club virtual de la mano de la escritora gallega afincada en Madrid, Cristina Sánchez-Andrade y su última obra, El niño que comía lana.

La autora hace suyas las palabras de Miguel Delibes de que una narración debe tener las tres pes: paisaje, personaje,  y pasión.
Los 15 relatos de El niño que comía lana, en su brevedad, destilan esas tres pes y llegan al lector de forma rápida con todo el lirismo, el humor y la brutalidad de sus historias.

Cristina Sánchez-Andrade escribe y crea realidades para “vengarse” de lo que no le gusta del mundo, para “aliviar la tensión de secretos sepultados, obsesiones y recuerdos ocultos”. Como método de escritura prefiere la rutina y el trabajo a la inspiración, que puede ser esquiva o tardar en aparecer y reconoce que en sus obras hay una mezcla de realidad, fantasía y tradición oral  muy presente en la literatura gallega de autores  como Cunqueiro, Castelao, Rafael Dieste, Ánxel Fole, Carlos Casares  o Méndez Ferrín.

Se declara también deudora de la literatura gótica sureña que tiene en William Faulkner a uno de sus máximos representantes y entre sus autores de cabecera destacan Flannery O´Connor, Carson McCullers, Eudora Welty o Katherine Anne Porter.

En las páginas de estos cuentos vamos a encontrarnos de frente con la pobreza y la miseria, la emigración y la añoranza, la vida rural gallega, sus tradiciones y creencias, su humor socarrón, su capacidad de sobrevivir y el eterno deseo de volver a casa. Algunos personajes entran y salen de un cuento a otro; todo está conectado porque “todo está en nosotros antes de que lo sepamos”.

Que disfrutéis de la lectura. Ya nos esperan bajo el fino orballo gallego Manuela, Pepín, Puriña o el marqués de Alcántara del Cuervo, deseosos de contarnos su historia.

Biografía

Es escritora, articulista, crítica literaria, profesora de escritura creativa y traductora. Licenciada en Ciencias de la Información y en Derecho. Nació en Santiago de Compostela (1968). Es autora de las novelas Las lagartijas huelen a hierba (Lengua de Trapo, 1999), Bueyes y rosas dormían (Siruela, 2001), Ya no pisa la tierra tu rey (Anagrama, Premio Sor Juana Inés de la Cruz, 2004), Alas (Trama Editorial, 2005), Coco (RBA, 2007), Los escarpines de Kristina de Noruega (Roca Editorial, 2011, finalista del Premio Espartaco de Novela Histórica), El libro de Julieta (Grijalbo, 2011), Las Inviernas (Anagrama, 2014, finalista del Premio Herralde de Novela, PEN Award para la Traducción y PEN Award para la Promoción), el libro infantil 47 trocitos (Edebé, 1025) y Alguien bajo los párpados (Anagrama, 2017) y del poemario Llenos los niños de árboles (La Bella Varsovia, 2019). Su obra ha sido traducida al inglés, francés, portugués, italiano, alemán, polaco y ruso.