Los secretos de Joseph Mitchell

Dijimos al principio que Joseph Mitchell convirtió a Joe Gould en un mito y, en cierta manera, Joe Gould, a su vez, convirtió a Joseph Mitchell en una leyenda. Si en el apartado anterior, hemos tratado de desmitificar al personaje para acercarnos un poco más a la persona; ahora, trataremos de hacer algo parecido con el autor, sin que nada de ello vaya en detrimento del valor literario de El secreto de Joe Gould.

A lo largo de lo que llevamos dicho, hemos ido descubriendo algunos de los secretos que Joseph Mitchell se llevó a la tumba. Por ejemplo, y gracias sobre todo a Jill Lepore:

  • que desfiguró la personalidad de Gould, acomodándola a la fabricación de un personaje, aunque, como ella misma reconoce, no todo ello se debía a una manipulación por parte de Mitchell. Casi toda la investigación que Mitchell dijo haber realizado en 1942 sobre Gould, en realidad la realizó en los años posteriores a la muerte de Gould, cuando buscó la Historia oral. Sin embargo, la única fuente de la que dispuso sobre la biografía de Gould antes de la llegada de éste a Nueva York fue el propio Gould (que, por ejemplo, sí estudió en Harvard, pero que no se graduó como solía decir el propio Gould; o que Gould tenía una hermana Hilda, algo que si en principio Mitchell no sabía porque Gould no se lo dijo, hubo de enterarse después, ya que la hija de Hilda, Collen Chassan, en 1950 descubrió la existencia de su tío al leer La fabulosa taberna de McSorley -que incluida “El profesor gaviota”- y, tras visitar a Gould en el hospital, al que encontró con dificultades para hablar, se unió a la búsqueda de la Historia oral).
  • que pasó de puntillas por las cuestiones más escabrosas de las juveniles obsesiones eugenésicas y racistas de Gould, así como de su machismo, cuestiones que de haber sido expuestas sin desfigurar hubiesen desfigurado el personaje redondo que estaba creando a través de su escritura. Se podría alegar que en la época en la que se escribieron los perfiles tales cuestiones no tenían la importancia que hoy se las da, y quizá pueda ser así para alguna de ellas (“me paso por las galerías de la 57 a ver si hay alguna exposición con buenos desnudos”), pero no para otras, sobre todo para el acoso al que Gould sometió a Augusta Savage, para el que incluso hubo de intervenir la policía.
  • que conocía la identidad de la benefactora de Gould, Muriel Morris Gardiner Buttinger, antes de lo que dijo en el segundo perfil.
  • que sabía que las misteriosas desapariciones temporales de Gould se debían a ingresos en instituciones mentales y no a los motivos que mencionó en su obra (pasearse con una condesa a orillas del mar, estudiar a las gaviotas o incluso irse de crucero).
  • que no reveló algunos secretos en torno a la Historia oral, así como mintió en ocasiones respecto a la misma. Recordemos: “Para el perfil de 1942, ‘El profesor gaviota’, era mejor que existiera realmente la Historia oral de Gould. Pero para el perfil de 1964, ‘El secreto de Joe Gould’, era mejor que no existiera”. En el segundo perfil, cuando Gould se mantiene gracias a la aportación económica de la benefactora, Mitchell le pregunta por la Historia oral, y Gould le contesta: “En los últimos meses he añadido un enorme número de palabras. Esto crece a saltos”. Luego, cuando Mitchell se entera de que Gould perderá su ayuda económica, descubre cinco cuadernos de Gould en la Maison Gerard que, según él, tratan sobre la muerte del padre, algo que hay que poner en cuarentena, ya que como informó The Voice Village en el año 2000, fue durante esa etapa cuando Gould escribió una especie de diario en el que daba cuenta de lo que hacía durante el día. Lo lógico sería pensar que esos cuadernos formarían parte del diario y no versarían sobre la muerte del padre.

Ahora, para ahondar en la figura de Mitchell, sin abandonar a Lepore, seguiremos, entre otras fuentes, Man in Profile. Joseph Mitchell of The New Yorker (Random House, 2014. Un hombre de perfil. Joseph Mitchell en The New Yorker), biografía escrita por Thomas Kunkel en la que bucea en los motivos que pudieron hacer enmudecer a Mitchell tras la publicación de “El secreto de Joe Gould” y que ha descolocado a los devotos del periodista, ya que revela que Mitchell cruzó el límite de la no ficción y se inventaba las cosas cuando la realidad estropeaba sus cuadros preciosistas.

Durante mucho tiempo se han planteado dudas sobre las dosis de ficción que Mitchell coló en su obra periodística. En lo relativo a su calidad literaria es una cuestión del todo baladí, pero es preciso apuntarlas aquí porque han dado pie a bastantes polémicas en torno su integridad y credibilidad como periodista.

Es de suponer que Mitchell conocía bien las diferencias entre ficción y no ficción. Además de sus crónicas periodísticas, publicó relatos cortos y desde su juventud fue un lector compulsivo de Joyce (en el segundo perfil habla de escribir una novela inspirada en el Ulises y a los ochenta años confesaba haber leído el Finnegan’s Wake media docena de veces).

Los periodistas tienen un pacto no escrito con el lector, según el cual, para que lo contado se atenga a la realidad, todo lo que cuentan ha tenido que ocurrir tal y como lo cuentan. Si una frase va entrecomillada, se entiende que el personaje dijo exactamente esas palabras; si el periodista ubica los hechos en un lugar y en un momento determinados, es porque en ese lugar y en ese momento determinados se desarrollaron los hechos.

Podríamos entrar en disquisiciones filosófico-literarias en torno a la imposibilidad de una objetividad absoluta en cualquier texto, incluidos los textos periodísticos, ya que el autor siempre tiene que abordarlo desde un punto de vista y tiene que seleccionar qué cuenta y qué omite, lo que supone unas dosis de subjetividad que empañan ese ideal de objetividad que se propone. Si a eso añadimos las técnicas literarias que desde antes de la eclosión del “Nuevo Periodismo” se fueron introduciendo (como por ejemplo jugar con la temporalidad de la historia, romper la cronología de los hechos, establecer qué se cuenta antes y qué después), el asunto se complica. Por eso dejamos de lado tales disquisiciones para centrarnos en los posibles “pecados periodísticos” que Mitchell pudo cometer, “pecados” incluso para aquellos que, como Gay Talese, lo consideraron un maestro en su forma de hacer periodismo siempre y cuando se respetase la máxima periodística de contar la realidad.

Descubrir que una persona a quien admiré mientras crecía hizo cosas de las que no me gustaría que me acusaran a mí es triste y preocupante” (Gay Talese).

No es el único. A Michael Rosenwald, periodista de The Washington Post, las revelaciones de Kunkel le han defraudado como si le hubiesen derribado un ídolo: “Ojalá no hubieras escrito este libro”, le dijo a Kunkel.

Desde un punto de vista literario, los personajes de Mitchell en general están tan logrados, son tan redondos, que uno tiende a dudar de su veracidad. Los defensores de Mitchell lo defienden argumentado que los protagonistas de sus semblanzas urbanas existían y, además, estaban vivos cuando se publicaron, de modo que Mitchell no podía apartarse demasiado de la realidad sin exponer su reputación o la del The New Yorker.Sin embargo, los detractores de Mitchell, no lo consideran un argumento sólido, pues tras la publicación de “El profesor gaviota”, Gould confesó en una carta a Lewis Mumford que “El artículo tenía aproximadamente un diez por ciento de exactitud, pero me ha colocado, junto con el Empire State, como uno de los símbolos de interés de la ciudad”. Es decir, que las manipulaciones de Mitchell bien podrían ser aceptadas por los protagonistas reales de sus crónicas, sobre todo si salían beneficiados de algún modo en ellas. Pero hay más.

Según Kunkel, hay al menos un par de personajes sobre los que escribió Mitchell que no existieron en realidad: uno “El viejo señor Flood” (incluido en Up in the old hotel), al que describió en 1945 como un contratista de demoliciones retirado que, con 95 años, iba a comer pescado al mercado de pescadores de Fulton y bebía whisky. Flood no existía: era un composite, es decir, un personaje creado a partir de las historias de “otros viejos Flood” que Mitchell entrevistó. Tres años después Mitchell reconoció que inventó el personaje: “El señor Flood no es un hombre; en él confluyen aspectos de varios viejos que trabajaban o pasaban el tiempo en el mercado de pescadores de Fulton, o que lo hicieron en el pasado”.

El otro personaje inventado fue Cockeye Johnny Nikanov (“El rey de los gitanos”, publicado en el número del 15 de agosto de 1942). Aunque Mitchell nunca lo reconoció públicamente, sí lo hizo en privado, en una carta que envió en 1961 a un abogado de la revista a la que no daba permiso para la representación de un musical sobre la vida del gitano: “No existe en la vida real y nunca existió. Debido a las condiciones de la guerra, no había un rey gitano en la ciudad en aquella época. Se trata de una figura representativa”.

Kunkel justifica esta práctica argumentando que los estándares del periodismo en aquella época no eran los de ahora y que el composite estaba muy extendido, y pone el ejemplo de “Hiroshima”, la crónica periodística más importante del siglo XX, según The New York University Press. Publicada en 1946, John Hersey, la escribió como un composite basado en 43 entrevistas. Viajó donde explotó la primera bomba atómica y se pasó seis semanas haciendo entrevistas. Después eligió seis personajes y escribió un artículo de 150 páginas que The New Yorker publicó en una sola entrega y que ocupaba toda la revista.

“La memoria es una máquina de generar ficción. Los biógrafos de Bruce Chatwin o de Ryszard Kapuściński han detectado en sus libros de viajes inexactitudes, hipérboles, rastros diversos de la injerencia de la imaginación. Para desactivar futuras inquisiciones, Emmanuel Carrère enumera, en las páginas finales de Yoga, algunas de las licencias que se ha tomado en el libro y concluye: «Es la fatalidad que sucede, creo, cuando empiezas a cambiar los nombres propios: la ficción toma el poder». El contrapoder de la crónica radica, precisamente, en su capacidad de desmenuzar y diseccionar los hechos para discriminar entre los verdaderos y los falsos.” (Jorge Carrión)

Otra de las extrañezas que surge en torno a la veracidad de la obra de Mitchell procede de los diálogos de sus personajes. Por una parte, de la alteración de sus palabras (Kunkel encontró notas que demuestran que Mitchell adornaba las citas de los protagonistas y que movió de lugar algunos diálogos); y por otra, y sobre todo, de los largos parlamentos de algunos de los protagonistas de sus crónicas; por ejemplo los de Gould en el segundo perfil, muchos de los cuales serían difícilmente registrables en un bloc de notas o un magnetófono, con lo que hay que pensar que Mitchell componía cada escena reelaborando sus recuerdos. Si tenemos en cuenta que la memoria tiene sus propios mecanismos de funcionamiento (olvido, falseamiento y reinvención del pasado), hemos de preguntarnos hasta qué punto deformó la realidad y compensó las lagunas de memoria con fragmentos de su invención.

En este sentido, también hay cierta defensa para Mitchell. Charles McGrath, en una nota publicada en The New Yorker sobre el libro de Kunkel, escribe que bien entrada la era de William Shawn, el sucesor de Ross, una de las señas de identidad de la revista eran las sólidas y largas citas, que “ahora parecen sospechosamente elocuentes”. Los escritores cambiaban el lugar o el momento en el que se pronunciaban algunas palabras sin que nadie se lo reprochara. “Incluso había reporteros en The New Yorker que no tomaban notas ni usaban grabadoras, sencillamente reconstruían (o inventaban) largas citas de memoria. Los protagonistas rara vez, o nunca, se opusieron, ya que incluso si no se reconocían en lo que les atribuían, sonaba como algo que ellos deseaban haber dicho.”

Pero una cosa es cambiar algunas palabras, trastocar el momento y el lugar en el que fueron dichas, intentando alterar lo menos posible la objetividad del texto, y otra es que esos cambios se convierten en puñal de la ficción para herir de muerte la realidad (objetividad) que debe primar en el periodismo.

A sangre fría, la obra maestra de Truman Capote, publicada en 1965, como “novela de no ficción”, como la definió su autor, reconstruye el asesinato en Kansas de un granjero, su esposa y dos de sus hijos. El reportaje, de 135.000 palabras, superó los filtros y fue publicado en cuatro números consecutivos. La serie fue un éxito. Durante los seis años que duró la investigación, Capote no grabó ninguna conversación ni tomó notas, presumía de tener una memoria prodigiosa (como Gould). Estudios posteriores revelaron que A sangre fría contenía datos inexactos y, como mínimo, una escena totalmente ficticia: la final. Shawn era consciente de que había demasiada especulación y siempre lamentó haber publicado la crónica. Fue la última con la firma de Capote en The New Yorker. Curiosamente a Capote le sucedió algo parecido a lo que le sucedió a Mitchell con “El secreto de Joe Gould”, nunca volvió a completar una novela.

Lo sorprendente es que el director de The New Yorker, Harold Ross, conocía las licencias que se tomaba Mitchell y, lejos de reprenderle, le animaba a seguir en esa línea. Ross, fundador de la revista, era un editor meticuloso: creó una sección de fact-checking cuya misión era verificar que todo lo que se publicaba era cierto. Este equipo de verificadores de datos sigue en pie 90 años después de que saliera el primer número y es una de las señas de identidad de la publicación.

Al parecer, Mitchell depuró tanto su estilo que acabó naufragando en el periodismo e intentó amarrarse al bote salvavidas de la literatura. Sus invenciones formaban parte de la búsqueda de una verdad más pura que la que podía ofrecerle la realidad. Como apunta Lepore:

El secreto de Joe Gould es una defensa de la invención, Mitchell tomó algo que no era hermoso, el triste destino de un hombre destrozado, y lo hizo hermoso: una fábula sobre el arte. El secreto de Joe Gould es la mejor historia que mucha gente haya leído jamás. Su verdad es, en el sentido keatsiano, su belleza; su belleza, la verdad”.

Aunque la leyenda siempre ha mantenido lo contrario, la realidad es que Mitchell nunca dejó de escribir. Todas las mañanas se dirigía a la redacción de la revista para la que trabajó 60 años. Entraba a las nueve y salía a las seis de la tarde. Al llegar a su despacho cerraba la puerta y empezaba a teclear en su máquina. Sus compañeros lo escuchaban desde los pasillos y, cuando Mitchell se marchaba, corrían a hurgar los manuscritos que tiraba a la papelera: borradores de historias descartadas. A veces, en lugar de ir a trabajar, caminaba durante horas, perdiendo su sentido de la responsabilidad. Otras, se subía a un autobús cualquiera, se sentaba junto a la ventana y observaba a la gente y los edificios.

Entre los documentos que ha consultado Kunkel hay cartas, notas, diarios y tres capítulos de unas memorias inacabadas. La idea inicial de Mitchell era escribir un gran libro sobre Nueva York (al que el propio Mitchell hace referencia en “El secreto de Joe Gould”), pero ni lo empezó.

Mitchell estuvo 32 años sin publicar nada. Quizá porque fue víctima de su excelencia y, tras publicar “El secreto de e Joe Gould”, se exigió el imposible de superarse a sí mismo. Quizá, como apunta Bonilla, porque perdió esa facilidad para escribir que lo caracterizó en su juventud. Quizá porque su forma de hacer periodismo ya no encajaba. Quizá porque, como dijo Philip Hamburger, buen amigo de Mitchell, ya había escrito lo suficiente. Quizá por ser víctima de una incurable nostalgia. Según Kunkel, Mitchell se dio cuenta de que algo se había desconectado en su mente, “y dedicaba más tiempo a lo que había ocurrido en el pasado (un lugar donde su gente más cercana todavía estaba presente y podía volver a los mejores momentos de su vida cuando quisiera) que a hacer frente a un presente frustrante o a un futuro todavía peor”. O quizá… sucumbió a la “maldición Gould” de la que advierte Lepore.

* * *

De no haber sido por Mitchell, probablemente Gould hubiese sido un hombre destinado al olvido. Su vida se convirtió en arte gracias al talento del joven reportero devorado por la inmensa figura del mendigo. Mitchell se interesó por Gould porque quiso escribir un perfil sobre él para The New Yorker, pero pronto ese interés trascendió lo profesional, dinamitó la barrera de la curiosidad y se convirtió en algo personal. Mitchell quiso entenderse a sí mismo a través de la figura de Gould, lo que pasaba por tratar de comprenderlo.

Oírlo hablar de ese modo me causó un alivio enorme: vi que no sólo había superado la desconfianza hacia sí mismo sino que otra vez llevaba la máscara bien puesta. Por lo demás, yo no podía evitar admirarle. Era como un viejo timador castigado por la suerte pero todavía optimista. Actuaba de corazón. Ante mi vista, el pequeño vagabundo de ojos enrojecidos merodeador de bares se transformó en un historiador ilustre”. No hay que ser muy perspicaz para observar un paradójico contraste entre el Gould que simulaba ser un gran escritor dedicado a una gran obra y la sequía productiva de Mitchell tras con sus primeros años de frenética actividad en el periodismo. Según Lepore, Mitchell pudo ver en Gould al escritor (artista) que él (periodista) quería ser. Mitchell dijo que creía que Gould sólo había escrito la Historia oral en su cabeza, porque a él mismo le pasaba lo mismo con respecto a la novela que pretendía escribir. “A veces, durante un viaje en metro, escribía tres o cuatro capítulos”, “pero la verdad es que nunca escribí una palabra de ello”. Mitchell dijo que Gould inventó cosas. Pero Gould decía que fue Mitchell el que las inventaba. Cuando en una ocasión le preguntaron a Mitchell por qué estaba tan fascinado por Gould, contestó a la manera flaubertiana: “Porque él soy yo”. Por su parte Gould protestaba porque “me ha imaginado como el tipo de persona que le gustaría ser”. “Siento como si fuera sólo producto de su imaginación”. No se equivocó. Mitchell inventaba citas e incluso escenas enteras hasta llegar a escribir el perfil completo sobre un hombre que no existía.

Eliges a alguien tan cercano que en realidad estás escribiendo sobre ti. Joe Gould tuvo que irse de casa porque no encajaba, de la misma manera que yo tuve que irme de casa porque no encajaba. Hablando con Joe Gould todos estos años, él se convirtió en mí de alguna manera, si entiendes a lo que me refieroGould se convirtió un poco en mí y yo un poco en él”.

Ante esta declaración de Joseph Mitchell a The Washington Post en 1992, uno no sabe interpretar si con el correr del tiempo Gould, el personaje, fue adquiriendo los rasgos del autor, Mitchell, si Gould le fue endosando sus propios rasgos a Mitchell, o si se trató más bien de una auténtica simbiosis.

Se produjese o no esa simbiosis, lo cierto es que entre Gould y Mitchell se daban una serie de afinidades que la posibilitaban.

Como que ninguno de los dos terminase los estudios universitarios o mantuviesen una mala relación con la figura del padre. Sus padres querían que sus hijos siguieran la estela de la tradición familiar, pero ellos no lo hicieron. Gould porque, “un inútil” para su padre, no tenía las facultades para convertirse en médico; Mitchell por una incompatibilidad de caracteres (“Mi padre era comerciante de algodón y los comerciantes de algodón siempre se creen superiores al resto del mundo”) y porque decidido a consagrarse a su vocación de escritor, tarea considerada menor por su padre, abandonó la granja familiar.

Los dos acaban en Nueva York para dedicarse a la escritura: Gould en 1916 y Mitchell en 1929. Ambos colaboran en revistas y periódicos. Mitchell en The Morning World, The Herald Tribune y The World Telegram, hasta que en 1938 ficha por The New Yorker; Gould, antes de dedicarse en exclusivo a la Historia oral, en algunas revistas: Exile, Broom, Pagany y Dial, y en el periódico The New Republic.

Donde siempre me he sentido en casa es en Nueva York –dice Gould-, con los chalados, los proscritos, los marginados, los náufragos, los eclipsados, los malogrados, las eternas promesas, los desgraciados, los impotentes y los Dios sabe qué”.

Como la fascinación que ambos siente por los mismos lugares (el Bovery, el puerto de Fulton, las tabernas, los bares, incluso los cementerios) y por el mismo tipo de gente: “el hombre de la calle”, “las personas comunes”, “los de a pie”. “La gente corriente es tan importante como usted, quienquiera que usted sea”, como dijo Mitchell en alguna ocasión, fascinado además por los “ear-benders” (esos charlatanes incansables a cuya cofradía pertenecía Gould), por los “bohemios, visionarios, obsesos, impostores, fanáticos, crápulas, reinas y reyes gitanos”.

Como que ambos sufriesen una especie de epifanía que les marcó su destino: Gould leyendo una cita de Yeats: “la historia de una nación no está en los parlamentos ni en los campos de batalla, sino en lo que las gentes se dicen en días de fiesta y de trabajo, en cómo cultivan, se pelean y van en peregrinación”, lo que le llevó a abandonarlo todo para dedicarse a la Historia oral; Mitchell ante un retrato de Gould con tres penes pintado por de Alice Neel: “De pronto me di cuenta de que mentalmente yo había reemplazado al Joe Gould real -o al menos al que había conocido- por un Joe Gould aseado, un Joe Gould post mortem. Mediante el olvido de lo deshonroso, o la lenta transformación de lo deshonroso en honorable, al modo en que uno tiende a pensar en los muertos, había acabado, por así decir, convirtiéndolo en respetable. Entonces, mirando la desvergonzada cara del retrato, pude volver a sus proporciones y concluí que si el Joe Gould real hubiera podido pensar algo sobre la cuestión, lo que fuere, no le habría disgustado nada que yo contara cualquier cosa de él que por causalidad supiera. Todo lo contrario”.

Como que, tanto el uno como el otro, estuviesen aquejados de una nostalgia incurable. “Ahí tiene una de las cosas más puñeteras que he descubierto sobre las emociones humanas y lo traicioneras que llegan a ser: que por mucho que uno deteste un sitio en cuerpo y alma, puede echarlo muchísimo de menos. Por no hablar de cuánto puede echar uno de menos a alguien aunque lo odie con toda el alma”, confesó Gould, que cuando decidió escapar a Nueva York a punto estuvo de bajarse del tren y regresar a un pueblo, a una familia y a una sociedad que le habían tratado mal. Por su parte, Mitchell, “En el otoño de 1968, sin darme cuenta cabal de lo que me estaba sucediendo, comencé a vivir en el pasado. Hoy, cuando me paro a pensar en ello y voy sumando los años transcurridos desde entonces, me parece increíble: llevo más de veinte años viviendo en el pasado. Lo que quiero decir es que vivo en él la mayor parte del tiempo, tanto como me es humanamente posible”.

Como las afinidades que compartían sus proyectos literarios: la Historia oral de Gould y la novela frustrada de Mitchell, inspirada en el Ulises de Joyce, que trataría de un solo día en la vida de un joven periodista que recorre la ciudad, Nueva York, y da fe de todo lo que le sale al paso (de nuevo los personajes pintorescos, sus biografías singulares, la geografía urbana por la que se mueven, los garitos y tugurios donde se consumen, además de digresiones personales teñidas de nostalgia), una historia “mítica” de Nueva York con la que Mitchell soñaba abandonar los valles periodísticos para alzarse a las cumbres literarias.

“Escribió una novela de ficción sin saberlo, convencido de que se trataba de una crónica. Y, cuando descubrió su error, fue incapaz de reconocerlo. Convirtió, de ese modo, su vida entera en una ficción con estructura de thriller. Lo imagino tecleando en su despacho de The New Yorker mientras se preguntaba obsesivamente si sería descubierto. Sintiendo, con razón, todo el peso del síndrome del impostor, mientras su texto iba acumulando estratos y lecturas, se iba emancipando de su origen equívoco, se convertía en un clásico. Y su autor y su protagonista, en leyendas tanto de la literatura como de la confusión.” (Jorge Carrión)

Ambos fracasan en sus proyectos, pero Mitchell es consciente de ese fracaso: “sobran demasiados libros en el mundo”, sentencia, lo que podría interpretarse como un fracaso literario personal, pero también como el fracaso congénito de la literatura en general, pues cualquier libro, por desmedidas que sean sus pretensiones, siempre será una representación de la realidad, un fracaso frente a la vida real que nunca se dejará atrapar por ningún libro. Esa premisa, llevada al absoluto, asoma al escritor al abismo del enmudecimiento y a la imposibilidad de la escritura, como le pudo ocurrir a Mitchell, porque como dijo Gould cuando le recriminó que no escribiese la Historia oral: “no es cuestión de pereza”.

Mitchell no volvió a publicar ningún texto, periodístico o literario, quizá por la impostura de la que habla Carrión, o quizá por ese abismo de la página en blanco, del bloqueo del escritor que sólo comprenden aquellos que lo han padecido (Salinger, Rulfo, Capote…), porque como dijimos al principio, hay vocaciones para las que no basta la voluntad.

De lo que no cabe duda, es que Mitchell escribió una obra de una altísima calidad literaria y que su posterior silencio, intencionado o no, contribuyó a encumbrar El secreto de Joe Gould hasta el estatus de los clásicos, algo que siempre anheló el Joe Gould que Mitchell inventó.

“Joe Gould, de la estirpe de Bartleby, de Oblomov o de Bouvard y Pécuchet. El heredero del Hombre de la multitud que atisbara Edgar Allan Poe vagando por Broadway en una madrugada durante la primera mitad del siglo XIX, mucho antes de que aparecieran los teatros y las prostitutas. La imagen modélica del bohemio parisino en versión «clochard» que nos enfrenta a uno de los personajes fundamentales de la modernidad. El «flâneur» de Charles Baudelaire que vaga por las calles de París durante el Segundo Imperio. El bohemio que se pasa la vida en los cafés de cualquier ciudad pergeñando obras que algún día dará a conocer al mundo. El fracasado de Pessoa, “el que tenía posibilidades”, el pobre diablo que a final de cuentas se burla de nuestros más altos logros y de nuestras más secretas aspiraciones con su sola presencia. El espíritu de la muchedumbre, el alma misteriosa e inquieta que se oculta entre la gente para vivir su propio destino de sueño, miembro honorario del Club de los Inútiles y de los Vagos, cuyos ecos encontramos en las novelas de la Generación Perdida o de Jack Kerouac y que nos revelan el corazón oculto de Nueva York”. (Mauricio Molina)

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